El músico y la nota exacta
Su delgadas manos recorrían las octavas del piano, iluminadas por una importante araña estilo inglés con cientos de caireles de cristal. Iba y venían las manos, cayendo unas veces con fuerza y otras acariciando las notas. Su joven mujer miraba celosa las teclas que parecían temblar bajo el pulso del esposo, como deseaba temblar ella bajo su tacto. Y en el instante mismo de dar la nota exacta, la importante araña, que también temblaba, cayó sobre él para dar así por finalizado el concierto.
El vestido de novia
El tallercito de costura de mi tía Nora no era más que un pequeño salón con piso de madera y paredes pintadas de verde agua. A través de la única puerta, que daba al patio, se filtraba durante el día un tímido rayo de luz. Adentro un puñado de mujeres solteras y silenciosas fijaban la mirada sobre sus labores. La Dotti, con el peso de su cuerpo sobre la plancha, sacaba esas ultimas arrugas de una pechera forrada con percalina, donde unas perlitas color agua dibujaban un cielo de estrellas. A su espalda’ Tina, con su índice enfundado en un dedal, empujaba la aguja apresando los últimos hilos que intentaban escaparse del ruedo plisado. Frente a la máquina de coser, Mary apuraba sus tacos sobre el pedal, sujetando con sus manos la tela para acotar el recorrido de las puntadas.
Sobre una repisa, ahogado por unos carreteles de hilos de variados colores, el reloj marcaba la hora exacta. La tarea terminada las convocó a levantar la mirada: en el centro un vestido de novia terminado. Una vez más obviaron mirarse, y se ruborizaron porque pese al silencio, la plancha caliente y la puntada acotada, los sueños nunca llegaban a sujetarse del todo.
La procesión y el difunto
No era una mañana para enterrar muertos. ¿Lo repetía pensando porque lo iba a echar de menos? ¿Porque sentía que se iba debiéndole algo? Cuando abrió la puerta de la cantina vio que una llovizna fina caía sobre el empedrado. No es una mañana para enterrar muertos, volvió a repetirse. Pero cuando sacó a la calle el barril de vino vio que la procesión ya venía bajando con paso ceñido y con el cajón en andas. Apretados como racimo de uva chinche venían cuando el taco de la viuda resbaló en el empedrado y la mujer, perdiendo el equilibrio, dio contra el hombre de la segunda línea que sostenía en alto el ataúd. El hombre, por distraído, vino a tropezar con el que llevaba en andas la pancarta con los datos del fallecido. Como fichas de dominó, comenzaron a caer unos contra otros en una callecita en pendiente intentado hacer equilibrio con el cajón, que terminó contra el barril. La calle quedó bañada de vino patero.
Todas las miradas se dirigieron a la viuda, que la noche anterior, en los festejos de Pascua de Resurrección, le había negado al difunto la última copa de vino.
El ojo claro
¿Hay un destino escrito para cada no de nosotros? ¿O eso que llamamos destino se escribe a partir de los hechos de nuestras vidas que elegimos rescatar de la memoria? Cuatro mujeres intentan re hacer sus vidas después de la muerte del hombre de la casa. Ante la imposibilidad de seguir perteneciendo a una clase social privilegiada se refugian cada vez mas en la vida que van re creando dentro. La voz de la niña del ojo claro va ganando protagonismo. Y es la niña, hija de un padre al que no conoció y otro que murió de forma temprana, quien descubre que las paternidades están ligadas a aquellas personas que como boyas en medio del océano nos ayudan a sostenerlos, a sortear tormentas y a salir a flote para seguir con nuestra propia travesía.